Estoy parada haciendo fila junto un muchacho al cual solo
puedo verle los ojos por el barbijo y la distancia “social”, ambos miramos con ternura a un bebé camina
junto a su madre, trata de ayudarla, lleva en sus manitas una botellita de agua
que se le cae y vuelve a levantar. La madre carga un bidón más grande y es que
a alguna mente brillante se le ocurrió meterle más cloro al agua corriente que
es intomable, que produce gastritis y diarrea.
Al final pienso, Trump lo sugirió y nuestra mente brillante lo llevó a
cabo. Es entonces cuando la ternura se quiebra, cuando el muchacho de los ojos
marrones se da vuelta, mira la parcialidad expuesta de mi rostro y dice:
-
Yo no quiero traer hijos acá.
Las imágenes del mundo me abruman, la maldad, demasiada
maldad toda junta pasa como una película rápida de un espacio a otro de mi
mente, se me hace un nudo en la garganta
hasta que puedo preguntar.
-
Te referís a este mundo?
-
No, me refiero a esta ciudad. No tendría hijos
en esta ciudad ni en ninguna otra. Me iría afuera, soy de Madariaga- dice
Y luego entra al cajero dejándome con la imagen de Madariaga
y el tipo al cual un policía le sacó un ojo y eso desata el infierno de lo que
veo a diario: los policías de Chaco rociando con alcohol a una familia Qom y
preguntando ¿Quién les prende fuego?, de las revueltas, saqueos y la brutalidad
psicópata de Trump luego del asesinato de George Floyd, de las respuestas a los
posteos de las redes sociales diciendo “Si se resisten, se lo merecen”, del
fiscal Rivarola diciendo que una violación en manada fue un desahogo sexual,
hasta cuando me pregunto se van a desahogar con nuestros cuerpos, hasta cuándo
van a seguir matando trans con una expectativa de vida de 25 años de las que
nadie habla, hasta cuándo vamos a seguir temiendo caminar en las calles, hasta
cuando voy a sentir ese alivio opresivo cuando mi hija abre la puerta de casa y
pensar, dios mío no le pasó nada, hasta cuando voy a pensar en que si tuviese
una pareja no lo traería a casa porque es hombre y tengo una hija y temo no
detectar con suficiente rapidez que tal vez sea un psicópata o un violador. ¿Hasta
cuándo vamos a vivir en el miedo?.
Termino el trámite, camino despacio a casa cruzándome con la
parcialidad de los rostros, mientras voy preparándome mentalmente para el
ritual de sacarme el barbijo, limpiarme las suelas de los zapatos en el trapo
con lavandina, lavarme las manos, las pocas cosas que compré, me preparo para
entrar en la burbuja, en esa burbuja que llamo hogar y que fue siempre refugio
de amigxs, de adolescentes perdidas, ese hogar carente de juicios y hoy me doy
cuenta que a pesar de ser tan luminoso, padezco de ceguera selectiva.
No quiero vivir así, no quiero no poder abrazar, no quiero
ver parcialidades, no quiero vivir en una burbuja por más bella que sea, no, no
quiero muchacho de ojos marrones vivir en este mundo. No así. Y entonces me
derrumbo llorando en el sillón, aplastada por la impotencia, tratando de
encontrar alguna luz en algún lado, y abro el chat para ver si algo o alguien
me saca de este horror y me devuelve la esperanza, pero no, no sucede.
Alguien dice en el chat que los que sufrimos somos nosotros,
que los pobres están acostumbrados, que ahora nosotros somos pobres y pienso
encadenada a la náusea que no, que nosotros no conocemos la pobreza, que hay
gente que no tiene techo, ni agua aunque más no sea la saturada de cloro, que
no saben si podrán comer hoy, que están rodeados como guetos por un ejército que
intenta contener el virus o la miseria o el horror para que nosotros, los de
los barrios más o menos privilegiados no
tengamos que ver a los que de verdad la están pasando mal, caminar por nuestras
calles. No es cierto que somos iguales, o que tenemos las mismas oportunidades,
que no es lo mismo ser rubia y de ojos verdes, delgada, bien vestida, bañada y
perfumadita para salir a buscar un laburo. No es igual si ese mismo ritual de
salir a buscar laburo, lo hace un otro de la villa que no tiene agua para
bañarse, ni hablar de lavarse las manos, ni de la ropa o portación de cara, ni
hablar si además sos gorda, trans, boliviano, peruano, paraguayo, diferente en un
mundo que se divide entre ellos y nosotros, obvio, más para nosotros que
pertenecemos al mundo regido por un capitalismo héteronormativo, patriarcal,
desigual, con posibilidades tan básicas como comer al menos dos veces al día,
estudiar sin hambre, sin estar rodeados de otros desesperados, rodeados de los
dealers que como buitres sobrevuelan
para aprovecharse de la miseria carroñera, o de la policía que los detiene por
escoria, o de una ley infame que no permite a los padres que se ayude al que
cayó en las drogas y está perdido porque ahora resulta que el enfermo es el que
decide si quiere o no salvarse.
Nadie debería acostumbrase a eso. Nadie se acostumbra, se
sobrevive…si tiene suerte.
Tiro el celular y cierro los ojos, los cierro tan fuerte que
me duele el alma. Lloro, y pienso en que no, no quiero vivir así, y me ahoga la
culpa de aquellos, los otros que si tienen derecho a llorar. Los otros que no
son más que una circunstancia diferente a la mía, porque tuve la suerte de que me tocó una buena mano
en la tirada de Dios y sus dados. Siento que no tengo derecho a quejarme a
pesar de estar sufriendo, siento que mi sufrimiento está cargado de banalidad y
el de ellos no. No puedo olvidar esa pregunta tácita que hizo Jane Elliot:
Póngase de pie al que le gustaría que lo traten como a un negro, como a un
pobre, como a un trans, como a un gordo…Obvio, nadie se puso de pie y yo
tampoco lo hubiese hecho, porque sabíamos lo que pasaba y pasa y miramos para
otro lado. Ceguera selectiva o complicidad en el horror. Recuerdo las veces que
un otro que vendía trapos de pisos, o medias o pedía por la calle se me
acercaba y yo contestaba con ese no firme y despectivo que disfraza el miedo de
que me contagiara su miseria, y a mis hijos que me decían: mamá, está vendiendo,
tratando de sobrevivir como puede, ¿No te das cuenta? no le hables así, se
amable. Y no, no me quería dar cuenta y hoy siento vergüenza.
Hoy me recuerdo que todo pasa, y si, todo pasa pero esta
vez, no sé cuál será el mundo al que salgamos. Siento miedo. Nada será igual,
eso es real, hay cosas que ya no estarán, como mi mamá por ejemplo a la cual
pude despedir pero esta pandemia no me permitió llorar lo suficiente. Ella no
va a estar en este mundo diferente al cual saldremos, y sentir esta orfandad me
ahoga. La sueño, la sueño seguido y bien, sueño que me dice mientras acaricia
mi cabeza,” tranquila, no es tan malo”, siento al despertar un aroma a vainilla
y coco que solo vive en mis sueños con ella. Aún conservo su saco en el
respaldo de la silla donde me siento a escribir, como si ese objeto de lana que
usaba, conservara algo de sus abrazos y me calma. Sé que aún estoy en duelo, pero
a ese duelo de orfandad se le suma el duelo de que el mundo a mi alrededor se
está cayendo a pedazos, que las estructuras que conocía ya no me sostienen
porque también están muriendo.
Que me dio la cuarentena? La visión, la náusea y la angustia.
Lo más difícil ante estos tres regalos, es quedarse quieta, no
seguir ese impulso de huir y volver a la ceguera, dejar que esta angustia me
habite hasta que…no sé, tal vez hasta que me permita seguir viendo lo que
durante años no quise ver porque era más cómodo, o cuando podamos salir a la
vida, que no permita que me olvide de todo lo que esta pausa obligada, quietud,
confinamiento, me obligó a ver.
La utopía se me muere entre las manos.
Bienvenida al mundo real.
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