Exorcismo
Mercedes Mayol
Yo no hablo de venganzas ni perdones, el
olvido es la única venganza y el único perdón.
Jorge
Luis Borges
El bar cerró sus puertas, las
calles abrieron sus fauces y una fina lluvia humedecía el empedrado de
silencios sangrantes. Hacía frío y la idea de ser devorada por la ciudad le
produjo un escalofrío que reptó por su espalda, no sin antes enroscarse en su
corazón y clavar su aguijón infecto en él.
«Dios, concédeme serenidad para
aceptar las cosas que no puedo cambiar», murmuró por centésima vez en ese día;
no era un rezo, sino una súplica para acallar las voces que regurgitaba el
pasado, despertando el llanto dormido y congelando en sus ojos resecos las
lágrimas que el orgullo le obligaba a retener. Esas lágrimas no derramadas
transmutadas en veneno, un veneno que la estaba matando despacio, mientras se
tragaba el resentimiento acumulado a lo largo de un año.
Su mente era un pueblo atascado
en un sinfín de fantasmas estériles, perdidos en medio de un laberinto, en
busca de un fauno al cual asesinar con su larga lengua.
Maldito.
No.
Dios concédeme serenidad…
Miró hacia el cielo oscuro y gris
de una noche como tantas, en las cuales la culpa se apareaba con el pasado.
Se puso en marcha para llegar a
su casa, donde la esperaban los espectros de una historia escrita con el elixir
de la traición. El empedrado irregular entorpecía sus pasos, ya vacilantes,
obligándola a caminar despacio, a escuchar las voces que susurraban desde el
pavimento, atravesado por los autos que no se detenían a ver su dolor. La
soledad dolía, vivir dolía, punzante, como ese latido interno que secaba su alma
sedienta de justicia, pero ahí estaba.
«El mal no es lo que entra en la
boca del hombre, sino lo que sale de ella» decía el Nazareno y por eso se
tragaba el veneno, por eso se encerraba en su casa a esperar a ver el cadáver
de su enemigo pasar por la puerta.
Ese enemigo al cual deseaba atravesar
con su propia herida, desangrarlo en sus venas, arrastrarlo por el fango que la
cubría, hacerle tragar las cenizas que vomitaba cada mañana, destrozarlo con
las garras que parían sus dedos crispados de odio y de sombras.
La garganta se le hizo un nudo
cubierto de púas y excremento, que soñaba apestara en la boca del infiel, del
enfermo, del traicionero y psicópata ladrón de inocencia y de confianza. Había
amado, así, con los brazos abiertos y el corazón en blanco, donde la maldad
había escrito su legado. Había amado y no supo hasta entonces que sabía odiar,
con ese hedor putrefacto de los muertos, con ese orgullo gimiendo venganza, con
el pie anhelante por aplastar su cabeza y, si hubiese podido y podía, exponerlo
en la plaza de su reino de dioses ciegos, desnudando su mísera existencia, desollándolo
y arrancándole sus mentiras para clavarlas en una pica en el centro de su
estúpido universo, ese universo donde él era su propio dios y su propio
demonio.
Lo odiaba. Pero más se odiaba a
sí misma por haber caído en sus palabras falsas, esas palabras que ella deseaba
y necesitaba escuchar, que la habían convertido en Thais -la puta condescendiente
de Dante- mendigando amor y traicionándose a sí misma; suplicando caricias,
negando verdades que estaban frente a sus ojos y que no quería ver por miedo a
aceptar que ella tenía una sombra de limo pegajoso e infecto. Abriendo sus
piernas para que entrara la miel y supurara el veneno.
Verse, era lo que más la
atormentaba, verse débil, resentida, destruida por el orgullo y la miseria; verse
de frente y aceptar la simple verdad de que había caído, de rodillas,
arrastrándose como una meretriz serpenteante que traiciona a su propia especie.
Ella, la que no cruzaba fronteras vanas; ella, la que no creía en la belleza
sino en la profundidad, había bebido del cuenco de la mentira y se había
convertido en navaja, oscura, negra, afilada, venenosa, prejuiciosa y
traicionera.
Sí…lo y se odiaba, y eso no lo
estaba matando a él, que carecía de conciencia, la estaba matando a ella,
lentamente mientras el mundo seguía su curso, mientras los otros reían y lloraban
sin saber qué había detrás de su sonrisa congelada. Debió verlo, escuchar lo
que decía y no lo que quería escuchar, y esa sensación de miedo en el cuerpo de
¡No puede ser!… Pero, ¿por qué no? ¿Por qué no puede ser verdad? Y el preguntó:
¿No deseabas algo extraordinario?... y Thais se estremeció…
Tan simple como la navaja de
Ockham:
Ante dos o más explicaciones a un
mismo hecho, la más simple suele ser la más probable, pero no necesariamente
verdadera… Aunque ella desconocía el enunciado.
«La mujeres que han estado conmigo
me odian, me tratan de misógino y están destruidas», cínico él, estúpida ella que en
vez de pensar agachó la cabeza y susurró para sus adentros «Ellas
no supieron comprenderlo». Porque a sus ojos ciegos era magnífico, y sí, ahora
sabía que la maldad tiene un rostro magnífico, unas manos suaves y de uñas
ponzoñosas. Y tuvo que bajar al infierno para descubrirlo y descubrirse. Lo
peor era la lucha, saber que podía vengarse y no hacerlo y desearlo, no a él,
sino a sus entrañas desparramadas por el laberinto en el cual libraba la
batalla.
Nunca creyó que la venganza tuviera
un aroma tan dulce, no lo había comprendido antes, cuando leía sobre crímenes
pasionales apuñalando traiciones en su propio cuerpo, creyendo que era el del
otro.
No. Ella no era así, y sin
embargo allí estaba, la venganza latiendo en sus entrañas y cubriendo su piel
de manchas blancas, una por cada vez que había pensado en entregarlo a la
policía, por cada vez que pensó en matarlo, por cada vez que se dio cuenta de
que se burló de ella; por las veces que la usó, por el dinero que le robó, por
la estafa moral y enferma de un ser que no merecía la pena, ni siquiera la
alegría.
Pintor se decía, y era cierto, pintaba…mentiras
y mitos que robaba de las vidas de otros porque ni siquiera eso era verdad.
Cruel y enfermo emulador de Picasso, pero no de su arte, sino de su perversión.
Venganza. Frente, detrás, debajo,
arriba y dentro de ella latía la sed de justicia, hora tras hora, día tras día,
insomnio tras insomnio, mientras se consumía entre la decisión de lanzar al
mundo la maldad o tragársela y purgarla dentro de sí misma. Qué tentador resultaba
partirle el corazón a otros, de un solo golpe, de un solo tajo y desangrar su
pena y su vergüenza: vengarse de él en otros, hacerles pagar su herida.
Dios concédeme serenidad gritó
frente al sagrario...
Lo había amado, le había pedido a
un simio con navaja que no lastimara su corazón; al rey de los mentirosos que
no la engañara. Le abrió las puertas de su casa y de su familia a su asesino. Creyó
en lo que quiso creer y estuvo dispuesta a sacrificar su propia vida para
llevar adelante ese amor revestido con piel de hiena.
Él le habló con palabras mansas,
al principio, palabras que ella quería oír, esas que entran despacio,
subrepticiamente en el corazón y se vuelven caricias. Le dijo que quería formar
una familia, le habló de moral, de su adicción superada por el alcohol, de lo
fuerte que era. Le dijo que la protegería y que sería él quien la rescataría
del lugar de donde ella misma ya se había rescatado hacía tiempo. Confió. Le
compartió su dolor, su historia, sus más íntimas vergüenzas. Pero, cuando ella
comenzó a sospechar, él preguntó:
- ¿A qué le temes?
- A que me estafes moralmente- le
contestó ella temblorosa.
Y el rió, rió con ganas, cínico,
manipulador:
- ¿Cómo voy a estafarte si no
tienes nada?
Y era verdad, no tenía nada.
- ¿No crees que si tuviese que
estafar, elegiría a una de las tantas mujeres con dinero que me siguen?
Y Thais agachó la cabeza una vez
más. Era tan lógico lo que decía, que no lo vio venir, o no quiso hacerlo. Su
orgullo no se lo permitió, porque en aquel entonces pensó: ¿Por que me
sucedería esto a mí?, y ahora sabía la respuesta: ¿Por qué no?
No supo cómo había llegado a la
estación de tren, últimamente tenía esos espacios en blanco, poblados de
multitudes que la aturdían. Él se había ido hacía meses con sus pocos ahorros,
su dignidad y su confianza. Esto último era por lo que más lo odiaba. Nunca
había odiado a nadie, nunca había desconfiado de nadie, la gente era buena… en
su mayoría. ¿Por qué le harían daño si ella no hacía daño a nadie? Esas cosas
le suceden a otros, a los que viven odiando, a las mujeres débiles, a las
ignorantes, a las estúpidas… como ella ahora.
Subió al tren y se apoyó en la
puerta esperando a que éste partiera. Por el andén caminaba un loco, gritando a
una mujer invisible:
-¡Puta traicionera!- gritaba
gesticulando, como si la mujer lo persiguiera.
Ella lo miró con tristeza, el
pensamiento comenzó a formarse pero no llegó a nacer -Pobre loco-, y se
preguntó a sí misma: ¿Cuál es la diferencia entre ese loco y yo, él habla con
alguien que no existe y yo, con alguien que ya no está?
El tren partió, el loco quedó
atrás y sus conversaciones silenciosas la siguieron hasta llegar a la puerta de
su casa. Subió los 36 escalones al purgatorio y se encerró en él.
Dios concédeme serenidad para
aceptar las cosas que no puedo cambiar.
Se sacó el abrigo. Su casa era un
reguero de ropa y recuerdos, aún había cuadros de él apoyados contra la pared,
aún había restos de su veneno tiñendo las paredes de espantos. Fue al baño. Las
sombras oscuras enmarcaban sus ojos verdes y acuosos, mirándola desde el
espejo. Recordó a aquel amigo, el adicto a la heroína que murió tiempo atrás,
ese que se encontró en la calle y el cual ya no estaba, a pesar de estar
hablando ahora con ella. Recordó la tristeza, nada comparable con el dolor que
sentía ahora, o quizás no era el mismo tipo de sentimiento. Recordó sus ojos
carentes de vida, el darse cuenta que hablaba con un cascarón vacío. Su amigo
había partido hacía tiempo y ella se estaba licuando poco a poco, hacia el
abismo de su propia destrucción. Las clavículas sobresalían como perchas en sus
hombros, los pómulos eran dos escamas afiladas cubiertas apenas por la carne,
la misma que tiempo atrás había ardido en sus brazos y ahora ardía, pero de
odio.
Dios concédeme serenidad…
No se duchó, hacía días que no lo
hacía porque costaba, todo le costaba. Comer era un suplicio, cenizas insípidas
que cruzaban a ciegas el desierto de su garganta; dormir era ya una utopía, se
acostaba vestida sobre la cama sin hacer, mirando el techo, rechinando los
dientes, llorando en silencio para no gritar, aunque había noches en las que sí
gritaba, sin palabras, sólo una letra: una A punzante y continua que empezaba
despacio hasta dejarla aturdida y de rodillas, suplicándole a Dios que le sacara
el veneno de adentro. Porque ella no era así, o tal vez sí, pero no deseaba
serlo.
Aquella noche sin embargo no
arreció el llanto, sólo el viento sibilante y el sonido del compresor de un
aire acondicionado antiguo que no había escuchado cuando era feliz, pero que
ahora acompañaba su insomnio. Los dientes no rechinaron, no crujieron los
demonios, ni el dolor, ni la pasión enceguecida. No, sólo los recuerdos que
deambulaban por la habitación a oscuras, como espectros a la espera de sentir
el aroma ferroso del rencor.
Dios concédeme serenidad… su
corazón latía, lo escuchaba, tum tum…tum tum…tum tum… y se concentró en ellos
cerrando los ojos. Es fácil ser bueno cuando no se es herido. Es fácil amar
cuando se es amado… es fácil dar cuando tienes… y ella tenía, tenía el poder de
destruirlo si quisiera, y quería… pero no deseaba ceder, no deseaba ser como él.
Pagar con la misma moneda, ojo por ojo… no. Eran leyes viejas, antiguas, y
nadie en este mundo podría culparla si llevaba a cabo su venganza, quizás nadie
lo sabría, sólo ella, y era suficiente.
Recordó sus palabras una vez más:
Eres como una niña, inocente y confiada.
Sí, los monstruos suelen usar la
verdad, sí lo era. Era así, confiaba -así, en pasado- en la gente. Ahora la
herida supuraba y la cercanía de otros hombres la asqueaba, la hacía desear
vengarse con ellos, con cualquiera. Pero sabía que eso no sacaría el dolor,
sino que lo intensificaría más, porque no podría vivir con ella misma, porque
sabría lo que estaba haciendo.
Por primera vez comprendió a los
suicidas, esos a los que tildaba de cobardes por no querer enfrentar la vida, y
se dio cuenta de que ellos sólo querían detener el dolor, el dolor que no para,
que desgarra el alma y la vuelve cenizas.
Tum tum… dijo su corazón.
«Déjalo marchar… deja que purgue
su propio veneno y destila el tuyo. Enfréntalo y vuelve», ¿Cómo era? Ah sí… “Lo que
niegas te somete”. No eras buena, sólo que no tenías la oportunidad de ser mala,
y aquí la tienes ahora: tu sombra alquitranada chorreando por tu piel de escamas.
No es agradable verse desnuda
frente al horror, no, no lo era. Sin embargo, había algo de liberador en ello. La
lucha continua consigo misma estaba llegando a su fin, la elección de ser o no ser
era suya. Vivir muriendo un poco cada día, supurando su sombra, aceptar que esa
existe, que vive en ella y que saldrá en la primera oportunidad que le depare
una herida.
La noche la cubría, o vivía desde
siempre dentro de ella… Tum tum… se levantó de la cama y encendió la luz.
Prendió la PC y abrió el Word… Tum tum, latió el cursor en la página en blanco…
sus dedos acariciaron el teclado, cerró los ojos y latió su alma antes de
escribir:
Me pregunto qué diferencia habrá
entre inconsciencia y estupidez.
Si lo uno precede a lo otro o es
un final cantado.
Si la ebriedad es una excusa, o
la excusa es la ebriedad.
Si la culpa es del puñal o de la
espalda desnuda.
Si son tuyas las caricias o es mi
piel que se desliza entre tus dedos.
Si el cántaro se rompió porque
era de vino y no de agua.
Si existe el mundo porque lo veo
y veo sólo porque estoy ciega.
Pregunto...
Y mientras tanto… el amor se me
escurre entre las piernas.
Y luego miró hacia abajo, y
volvió a teclear:
nO oLvIdo
nO pErDoNo
nO vIvO
√v^√v^√…….
Desfibrila
el alma
Siempre me
he preguntado
¿Adónde irán
los latidos
De un corazón detenido?
Apagó el ordenador, se dio una
ducha, lavó su piel de recuerdos y caricias falsas y por primera vez en muchas
noches, durmió sola sin fantasmas ni espantos.
Cuando despertó a la mañana
siguiente, supo que había ganado esa batalla, pero su sombra seguiría al
acecho, a la espera de otra herida, a la espera de esa venganza que esta vez,
no se había permitido parir. Pero ahora, conocía su rostro…
©Mercedes Mayol
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