El 11 de septiembre de 2001, me encontraba trabajando en el
piso 18, en el buffet de unos famosos abogados, en la zona de tribunales.
Recuerdo con nitidez el sol entrando por la ventana de mi oficina, la cúpula
del Palacio Barolo, el aroma a tabaco y
café, las voces ahuecadas de la gente en sus propias oficinas y el apuro por
terminar un informe para un banco de renombre. Recuerdo el fastidio que sentí por
la interrupción del timbre del teléfono. Recuerdo levantarlo, poner el
auricular en mi oído y la frase que me sobrevino después:
-
Estrellaron dos aviones contra las Torres Gemelas.
No comprendía lo que me estaban diciendo, no comprendí lo
que estaba viendo cuando un minuto después entré en la sala de reuniones y miré
las imágenes en la tv que se usaba sólo para presentaciones en ciertos casos
judiciales. Era como una película, la gente gritando, el humo, la confusión,
como Infierno en la torre, pero real. Luego el derrumbe y el silencio…ese
silencio que precede al espanto, al dolor, al sinsentido.
Recuerdo que las lágrimas caían, mi mano derecha cubría mi
boca, como intentando acorralar el grito de pena que bullía dentro, mientras mi
izquierda, con los dedos crispados se aferraban al respaldo de una silla de la
cual me sostenía, mientras las torres caían.
Recuerdo los comentarios, lejanos…
Por Dios…!
¿Es real?
No puede ser…
Yo no atinaba a reaccionar. Por primera vez en mi vida sentí
miedo, un miedo apocalíptico, insano, irracional. No sabía que hacer. Me
sentaba, me paraba, caminaba de un lado a otro y volvía a sentarme mientras la
gente en la tv corría aterrorizada y gritaba. Vi una mujer que deambulaba
aturdida en medio del polvo de huesos y cemento, gritaba, su boca abierta en
una mueca de horror que me drenó hasta la última gota de cordura, perdida,
ella, perdida yo, todos, en medio de las ruinas de una civilización que se
devoraba a sí misma.
No terminé el informe, no terminé la jornada. Ninguno de
nosotros lo hizo. Ellos, tampoco lo hicieron.
Aquella mañana las miles de personas que murieron,
desayunaron en sus casas como nosotros, besaron a sus hijos, como nosotros, se
despidieron de sus esposos, esposas, madres, padres, como nosotros, tomaron el
bus, el subte, sus autos y fueron a sus trabajos, como nosotros. Solo que ellos
no regresaron como nosotros.
Al día siguiente no pude ir a trabajar. No pude levantarme
de la cama por que el mundo carecía de sentido. Los comentarios eran muchos,
entre ellos supuró el “Se lo merecen”. Y comprendí aún menos. Por que nadie
merece morir así. Nadie merece perder a sus padres, sus hermanos, sus esposas,
sus esposos, sus hijos de esa manera violenta y voraz.
La política y los motivos egoístas de las guerras quedan
fuera cuando se asesina a inocentes, al menos para mí. Nunca he comprendido las
guerras. No las entiendo. No entiendo la violencia, el abuso, el desenfreno por
un pedazo de tierra o una creencia diferente a la mía, o por que no nos
ocupamos de darle de comer a los 35.615 niños que ese mismo día murieron de
hambre en algún lugar del mundo.
No comprendo el porque de las madres sosteniendo en sus
brazos los cuerpos sin vida de sus hijos o a los hijos llorando sobre el cadáver
de sus padres.
No comprendo.
Recuerdo ese día como si fuese hoy, por que el día después
del 11 de septiembre del 2001, cuando aún no se asentaba el polvo ni el dolor,
en medio de la búsqueda desesperada de los cuerpos, me enteré que esperaba una
hija. Recuerdo que me abracé a mi misma en un intento desesperado por proteger
la vida que crecía dentro de mí, como en algún momento crecieron aquellas vidas
que fueron arrancadas antes de tiempo por otros, que como ellos alguna vez, se
abrieron paso a la vida, de un vientre como el mío en algún otro lado del
mundo.
Tres años después, asistí al entierro de las víctimas de la República
Cromañón. Y sufrí el mismo dolor que aquel día, solo que esta vez, el dolor de
la muerte absurda tocó a mi puerta, estaba en casa y tenía otro rostro. El
rostro de la desidia.
Pero era el mismo absurdo.
Era el mismo mundo.
Un mundo que se devora a sí mismo.
En el que nos devoramos unos a otros.
Este mundo.
El nuestro.
©Mercedes Mayol
Copyright Buenos Aires
11 de septiembre de 2013
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